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Vacío

Posteado por Almohadón de plumas | Categorías , | a las 17:33

Por: Worlok

El viaje fue largo, agotador y tedioso. Cansado llegas a tu aposento con la intención de despejar la mente y tratar de dormir. Abres la puerta y la imagen que observas te es familiar: tranquilidad absoluta, todo en su lugar, es poca la luz que se logra colar entre los ventanales y las oscuras cortinas. Un silencio desolador infecta tu estancia hasta volverla insoportable. Eso es lo que a diario experimentas al llegar a casa. Puedes escuchar el golpeteo que el aire provoca en tu rostro, el avance de las manecillas del reloj suena tan fuerte que te hace desesperar.


Segundo tras segundo el crujir de los engranes te atribula. La calma deja de ser absoluta. Aberrante. En realidad no ha pasado mucho tiempo desde que llegaste y el teléfono irrumpe agresivamente el espacio. Tal vez nadie había llamado en todo el día y justo cuando llegas, en el momento justo en el que te disponías a descansar, a alguien se le ocurre asediarte. Levantas la bocina con poco interés y contestas… nadie habla. Maldita sea, lo que faltaba, a algún bromista se le ocurrió interrumpir tu letargo. Antes de colgar una voz femenina lanza un alarido de angustia y te pide que contestes,”no cuelgues por favor”, alcanzas a escuchar. Un miedo incomprensible y acelerado se hace presa de ti, La voz tétrica despertó el somnoliento cuerpo que sentado en su sillón no esperaba nada en absoluto.


No se te ocurre una salida más inteligente que colgar el auricular y creer que no pasó nada. Comienzas a temblar y no sabes por qué. Cosas como esas ocurren a menudo, y tú siempre actúas de una manera extraña cuando se presentan situaciones así. No controlas tu temor, no puedes canalizar tu miedo hacia algo o hacia alguien, intentas no darle importancia pero en el fondo no puedes dejar de pensar en ello. Tratas de esquivarlo, evitarlo, pero sabes que no te es posible, pues el miedo te acompaña, es parte de ti.


Divagas sobre no sé qué cuando el teléfono suena de nuevo, esta vez lo escuchas con mayor intensidad y el espanto te hace retroceder. ¿Contestar? Dudas en hacerlo, desconectar la bocina sería una solución, muy cobarde, por cierto, y lo sabes, por eso no lo haces y prefieres levantar de nuevo el auricular. La mujer sigue ahí, suplicando, la voz se funde en desesperantes sollozos: “Ayúdame, me hacen daño”, —¿cómo puedo ayudarte?– respondes. Lo que antes era una atmósfera tranquila ahora se ha convertido en un terreno singular, lleno de sombras y miradas ocultas que te acechan como cuervos durante la noche.


El pánico te corroe…


-¡Necesito respirar, me estoy ahogando!

-¿Dónde estás? –Preguntas más por compromiso que por verdadero interés.


Recuerdas cuando de pequeño te cubrían con almohadas el rostro y sentías que te ahogabas, desesperadamente intentabas escapar de la trampa y gritabas hasta que tu llanto alejaba a los demás. O cuando despertabas sudando porque no podías respirar; sentías que el silencio y la soledad eran tan asfixiantes como para obligarte a gritar y maldecir tu suerte.


Los gritos detrás del teléfono te hacen regresar a la realidad.

−Necesito ayuda, por favor. Me hacen daño, mucho daño, tanto que no puedo respirar, no sé dónde estoy, ayúdame maldita sea.


¿Por qué a ti? Habiendo tantas personas en este lugar, por qué pedir auxilio a una persona cobarde como tú, que jamás se atrevería a enfrentar el miedo.


Cuánto tiempo pasó desde el primer grito de dolor y el final de tus divagaciones, quizá lo suficiente para que la vida de aquella mujer se esfumara y te dieras cuenta que estabas tirado en el suelo, llorando de miedo, escupiendo sangre y retorciéndote como si te hubiesen arrancado los intestinos.


Te perdiste en la inconciencia…


El viaje fue largo, agotador y tedioso. Cansado llegas a tu aposento con la intención de despejar la mente y tratar de dormir. Abres la puerta y la imagen que observas te es familiar: tranquilidad absoluta, todo en su lugar, es poca la luz que se logra colar entre los ventanales y las oscuras cortinas. Un silencio desolador infecta tu estancia hasta volverla insoportable. Eso es lo que a diario experimentas al llegar a casa. Puedes escuchar el golpeteo que el aire provoca en tu rostro, el avance de las manecillas del reloj suena tan fuerte que te hace desesperar.


Segundo tras segundo el crujir de los engranes te atribula. La calma es absoluta Aberrante. En realidad no han pasado mucho tiempo desde que llegaste y cómo te gustaría tener un teléfono para hacer una llamada, o simplemente para adornar aquel espacio vacío en la esquina de tu habitación. Mas no es así, no pasa nada, absolutamente nada.

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